Las mañanas de villas siempre son más largas. Con tres días por delante para explorar Hoi An, y todo lo que tiene en sus alrededores, no íbamos a apurarnos de más por salir de nuestra comodísima habitación. Su cama enorme es más grande que muchos de los habitáculos en los que hemos dormido durante el viaje. Las almohadas son como algodón de azúcar para la cabeza. El aire acondicionado te obliga a taparte con la manta, te hace olvidar que detrás del umbral de la puerta hay más de 40 grados. Uno de los balcones da a la piscina —que todavía no hemos probado— y el otro a los arrozales. En la tele podemos ver el Canal Historia y National Geographic. El wifi funciona sin interrupción. Toda esta retahíla enorme de excusas parecen válidas para tomarnos Hoi An con calma, ¿no?

Nos hemos despegado de las sábanas un rato para bajar a desayunar. Da igual lo cansados que estemos o lo vagos que nos sintamos: el desayuno nunca lo perdonamos. Como en la mayoría de alojamientos del Sudeste Asiático que le ponen un poco de cariño al servicio, el desayuno de nuestro homestay es a la carta. Se puede escoger entre un puñado de bebidas —cafés, tés o zumos— y una decena de platos. Con independencia del número de opciones, el reparto siempre es equitativo: la mitad de los platos son continentales y la otra, asiáticos. Nunca escogemos los noodles ni el arroz a no ser que nos obliguen. El uno siempre pide tortilla y pan y la otra pancake. Los partimos por la mitad y nos los repartimos. Un poco de dulce y un poco de salado.

Y una vez desayunados, y sin prisas, a disfrutar un rato de la ausencia de obligaciones. Hasta que el hambre ha tocado el timbre de nuestros estómagos. Nos hemos montado en nuestras bicis y hemos tomado el camino hacia la ciudad. El homestay está a las afueras del centro histórico de Hoi An, pero no tanto como para necesitar una moto. Encima, las bicis nos las ceden gratis. El cuarto de hora de pedaleo atraviesa una zona de paz, en las afueras, donde los campos de arroz son cultivados por los locales, ataviados en sus gorros para que el sol no azote en exceso. La calma pasa rápido. A los cinco minutos se llega a la periferia del centro, un enredo de calles transitadísimas, en las que las motos se hacen hueco a codazos y los ciclistas tenemos que hacernos grandes para que no nos coman.

Esa periferia cercana es un hervidero de vida local, de tiendas, restaurantes y bares en los que solo consumen ellos. Hoi An es pequeña, apenas tiene 150.000 habitantes, pero es tan compacta que parece un enjambre de personas. Los cafés no son en realidad cafés, o solo lo parecen en horario diurno. Cuando el sol se retira se convierten en antros de mala vida, en las que los vietnamitas se juntan a beber cervezas y la música suena altísima. Las mesas y las sillas están encaradas hacia la carretera, donde conviene reparar por si algo interesante ocurre. Pero todos miran en realidad a su regazo, a la pantalla de sus móviles. El teléfono móvil nos hace iguales a todos, dicta y acapara nuestro tiempo de ocio —y de negocio—.

En la ciudad antigua, que solo es peatonal y para bicicletas, nos apeamos de nuestro medio de transporte porque es imposible avanzar. Hoi An es aquí un hervidero de turistas. La ciudad, en ese centro, es un paseo de cuento con final feliz: farolillos de colores que se iluminan por la noche, detallitos en las paredes, fachadas pintadas de todos los colores, edificios históricos, barecitos encarados al río con todo el encanto posible. Todo tan falso, tan bonito, tan simulado, tan encantador. Es una mezcla continua de sensaciones. De quedarse embobado admirando una callejuela a enfadarse con la vendedora que te quiere estafar. Y llegan los barqueros y te preguntan si quieres un paseo en su barco, y como a los veinte anteriores les contestas igual: “No, gracias”.

Por suerte, los vendedores de souvenires vietnamitas no son pesados. Un “no, gracias” les basta para dejar de insistir. Bueno, a los más insistentes quizás dos o tres. Pero sí hemos notado una cierta animosidad en algunos de los vendedores de Hoi An con el turista que no lo pone fácil. Les gustan los que son complacientes, los que compran a la primera sin regatear, los que aceptan cualquier trato sin preguntar. Hemos contado al menos siete personas que nos han puesto mala cara cuando hemos rechazado —de la más educada de las maneras— sus ofertas. Una de ellas, una viejita amargada, malacostumbrada al turista pudiente, nos ha obligado a levantarle la voz. Le ha enfadado que una mirara las postales mientras el otro hacía fotos. Unas fotos que ella creía de su tienda, cuando no lo eran. “Nada de fotos si no compras”, nos ha dicho. “Ni fotos, ni compras”, le hemos dicho, mostrándole cómo la cámara había apuntado hacia otro lado, y no hacia su tienda.

Por esas cosas el centro de Hoi An resulta pesado. Quizás la fórmula es levantarse a las seis de la mañana y pasearlo con tranquilidad, sin vendedores que te persigan ni turistas que abarroten las calles. El problema es que levantarse a las seis de la mañana implica no desayunar y dejar de dormir, y de disfrutar de nuestra habitación, muchas horas. No somos madrugadores, mal que nos pese. Pero quién sabe, aún nos quedan dos días enteros aquí y puede que una de las dos mañanas la dediquemos a cambiar los hábitos viajeros: más madrugar y menos acomodarse. O no.

Algunas fotos del día

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